Por María Dolores Ruiz M.
Everyday is like sunday.
Everyday is silent and grey…
Silencioso y gris, como un día de invierno en Lancashire, Inglaterra. Así recibía el cielo de Quito a uno de los exponentes más importantes de la música indie y del activismo por los derechos de los animales en el mundo: Steven Patrick Morrisey, más conocido como Morrisey o Moz.
La tarde del pasado sábado 7 de noviembre, con ánimos más bien de domingo, se abrieron las puertas del Teatro Nacional de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, de Quito. No hubo bombos, tampoco platillos. No hubo filas interminables para el ingreso. Los medios tradicionales de comunicación casi no se percataron de la presencia de Moz, ni el público masivo.
La espera se sintió larga y el público llegaba como a cuentagotas. Mi ansiedad por ver a Morrisey se mezclaba con el miedo de que el teatro no se llenara. Fuimos pocos –unos cientos– quienes coreamos, bailamos, nos deleitamos y disfrutamos de un Morrisey que conserva la voz y la fuerza de un espíritu controversial y puro, aunque los años le hayan pasado por encima. A pesar de que no fuimos muchos, el ambiente se sentía cálido y los fanáticos más avezados tapizaron las vallas de seguridad.
El tour Sudamérica de Morrissey incluye Ecuador, Chile, Brasil, Paraguay, Argentina, Uruguay y Perú.
Sin artista telonero (a pedido del propio Morrisey), el espectáculo comenzó con una serie de videos de antaño. Los Ramones, Tina Turner, Leo Sayer, The New York Dolls, Barbara Lynn, entre otros, se encargaron de transportarnos a los setentas. Perfecta antesala para recibir a Moz y a su Suedehead. Ahora eran los ochentas y la inconfundible voz de la mítica banda The Smiths retumbaba: I’m not sorry… IIIIIIIII’m not so, so, so, so, so-rry! Nosotros nos lamentábamos con sus letras dulcemente amargas. El británico demostró su afecto acercándose varias veces al público, apretando manos y cantando, con todo el sentimiento, Alma matters, Speedway, Ganglord. Hasta que llegó el momento de bailar, mientras todos desenfrenados –o eso quiero pensar– escuchamos Kiss me a lot, moviendo nuestro cuerpo de un lado para el otro. Kiss me all over and then when you’ve kissed me, kiss me all over again… Un Morrisey seductor cantaba con el cuerpo y con la sensualidad de su voz. A ese instante le siguieron otros memorables, como el momento en el que cantó How soon is now? Aquel reclamo que, a viva voz, acompañamos gritando: I am human and I need to be loved just like everybody else does. Mientras tanto, las luces rojas intentaban propagar el caos necesario para los escasos cómplices de Moz. Sí, la estábamos pasando bastante bien. Afuera, en las calles de Quito, los transeúntes no tenían idea de que ese teatro vibraba con una de las voces más emblemáticas de todos los tiempos.

Cantó First of the gang to die, provocó reacciones incontenibles con Meat is murder y nos llevó al éxtasis con la tan conocida Everyday is like sunday. Ya casi al final de la velada, en Earth is the loneliest planet, se acercó a la audiencia una vez más y entre tantas manos encontró la de un adolescente de unos 12 años. La sostuvo mientras cantaba: they always blame «you, you, you» and there is nothing anyone can do, y lo señalaba. Ese chico me dice que no todo está perdido y que la buena música todavía rasguña entrañas. Ese chico es la prueba viva de que Morrisey puede viajar en el tiempo.
El recital terminó con un montón de canciones no cantadas. Estas cosas casi siempre terminan así: un cóctel emocional para un banquete musical exquisito. ¡Eso sí, sin carne en la mesa!
Pero el banquete terminó. Salimos del teatro mitad complacidos, mitad antojados. Unos fuimos rumbo a casa, otros en busca de una hamburguesa en el restaurante de comida rápida de enfrente. “just as the Equator divides the country, this song divides people», dijo Morrisey en Meat is murder. Y sin conocernos, supo bien cómo somos.