Acorralados de anoche

Por Xipali Santillán / xipali.wordpress.com

La rebeldía seduce a la humanidad en cualquiera de sus presentaciones. La de anoche, en Quito, estuvo vestida de camisa, gafas de marca y conexión a internet. La avenida De los Shyris lucía como un partido de Liga de Quito vs. el resto del mundo. Una manifestación aniñada que hizo las delicias de los medios de comunicación, a cuyos periodistas vi persiguiendo con sus cámaras a la rubia quiteña que levantaba una pancarta –sentada sobre los hombros de un joven ojiclaro y posiblemente de alguno de esos «apellidos extranjeros» que a Rafael Correa tanto le disgustan–, y gritaba, con su perfecto quiteñol: «¡Borregos sanducheros!». La arenga mereció que un correísta le respondiera con un «¡Yo te conozco, oligarca hijueputa!».

Siguiendo rigurosamente un esquema que circuló por la redes sociales, los correístas –una vez más– ocuparon el espacio en el que antes estuvo la sociedad civil. En un acto de ostentación de poder económico, se tomaron la Tribuna de los Shyris, montaron una parafernalia, calcada de los mitines de Abdalá Bucaram; usaron palabras sentidas y previsibles y una interminable retahíla de pegajosos jingles comerciales de mal gusto que venden al presidente como si se tratara de la nueva versión de la Coca Cola. Los policías formaron dos anillos concéntricos para asegurar que el correísmo se apoderara de esas escaleras de concreto, pero con un resultado imprevisto: quedaron acorralados, sitiados. La metáfora era inevitable: «¡borregos acorralados!», «¡apaga el cerebro y entra al corral!», gritaban, desde fuera del cerco. «¡Hijos de Lucio!», repetía algún correísta que, con ánimo beligerante, provocaba a la multitud.

Acorralados, sin poder ir a casa, una funcionaria con ademanes de diva hablaba con su colega, ambos ataviados con prendas que costarían unos cuantos salarios mínimos vitales. Él se acomodó sus lentes de marco grueso, ella registró el evento con su smartphone, lamentándose por el estado de sus uñas. Quien niegue que existe revolución debe aceptar lo evidente: revolución de la moda burocrática sí que existe, al punto que competía con la clase y el toque chic de los otros manifestantes, de iPhone en mano y tacos de punta.

Desde hace ocho años que lo infantil ha sido llevado a categoría de insulto, y aunque no fue la excepción, el tema de anoche fue el mentar a la madre. Ya se sabe que el quiteño tiene la palabra puta en la punta de lengua, y que dispone de una suerte de antenas invisibles con las que cree detectar la putosidad de un ser humano con solo mirarlo. Y, sí, efectivamente –y desde la objetividad que otorga la distancia–, se puede concluir que la Shyris estuvo poblada de hijos de puta, en ambos lados del corral. 

A las diez en punto terminó la función.

El primer cerco policial decidió empujar a los manifestantes que rodearon a los correístas. Forcejeos, golpes, abuso.

Un cerco policial interior detenía a los correístas que buscaban salir del corral. Forcejeos, golpes, abuso.

¿El balance? Me sentí orgulloso, por un lado, del puñado de burócratas que se quedaron allí después de que sus jefes se fueron, cuando los drones y los periodistas burocratizados dejaron de tomar fotos. Y por otro lado, orgulloso de los quiteños que, en su gran mayoría se manifestaron pacíficamente, planteando en blanco y negro su rebeldía. ¿Que viene ahora?

El quiteño es un ser volcánico. Pacífico. A ratos incluso parecería indolente, pero temiblemente explosivo. Anoche, los quiteños ocuparon ambos lados del corral policial. Los mismos quiteños que vi derrocando a presidentes ayer se insultaron, los unos con banderas negras cuya simbología no entienden, los otros con banderas de un verde-maricón (si se me permite el término). 

Al final, todo quedó entre vecinos: los aniñados de ambos lados del corral fueron a sus casas –vale decir, los mismos edificios alrededor de la Carolina–, tomaron sus autos de los mismos modelos, se colgaron las mismas palabras, publicaron sus fotos en las mismas redes sociales, deambularon por las mismas calles, saludaron a los mismos guardias en las mismas puertas. Esa noche, los acorralados optarían por una selección de quesos nacionales, vino de mentira y grissinis de mantequilla; los acorraladores se dejarían seducir, seguro, por un chocolate caliente con mashmellows –importados, claro–. Ambos, desde sus casas y frente al televisor, continuarían sumidos en lo que se ha convertido en deporte nacional: insultarse.

Rebeldía vestida de diva, rebeldía de tacón de aguja y smartphone, rebeldía, al fin, seas bienvenida…


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