Por Armando Cuichán / @laimagenilbre
Los primeros recuerdos de Atacames no son muy claros, aunque tengo la sensación de que sudaba a mares y de que la ropa se me pegaba como una ventosa. El pueblo me parecía grande. Seguramente, el pequeño era yo. Apenas debía tener cinco años o menos, y la inmensidad del mar me acongojó hasta el primer chapuzón.
En el pueblo no había agua entubada ni luz eléctrica ni hoteles ni nada que tuviera que ver con los paradigmas de la modernidad, el desarrollo o el buen vivir. Tan solo era un puñado de pescadores, miles de gaviotas, unos cuantos buitres y un salpicón de casas de caña con el piso de arena. El recogimiento llegaba pronto y las fogatas a la orilla del mar eran lugar común.
Entre idas y vueltas, Atacames creció tanto como yo. En otra ocasión, llegué como todo adolescente lo ha hecho alguna vez: a dedo. La consigna era acampar, así que mientras el resto de jóvenes ya bailaba alborotadamente en alguno de los chiringuitos a la orilla del mar, mis amigas de viaje y yo plantábamos carpa un tanto alejados del ruido de la salsa clásica y del merengue de Sandy & Papo. A la mañana siguiente despertamos sin un sucre partido por la mitad, ¡nos habían robado en nuestras narices y sin que nos diéramos cuenta, mientras dormíamos! Por entonces, Atacames ya era una mozuela acompañada de sus hermanas menores: Tonsupa y Súa. Los servicios aún eran deficientes, pero alcanzaban para aplacar la demanda local y la de los visitantes serranos, sobre todo quiteños, que llegábamos ilusionados con chapotear en las playas del Pacífico.
De la moda a la sordidez. Con el tiempo, Atacames se convirtió en la playa de los quiteños. Si uno escapaba un fin de semana, no era extraño llegar a la pequeña ciudad costera y encontrarse con los conocidos del barrio, con los amigos del trabajo, con los padres o con la ex y ¡zas!, el escape quedaba frustrado. Misma gente, mismas conversaciones, mismas preocupaciones, en medio del sol ecuatorial y de la brisa marina.
Con los años y cansado de vacacionar con tanto conocido en una pequeña ciudad cosmopolita, me alejé de Atacames. Levanté mis ojos y miré otros horizontes; el último en el que puse un pie fue Máncora. Esta comunidad del norte de Perú está a medias entre el gran poblado y la pequeña ciudad. Se encuentra a dos horas de Huaquillas y es una playa sui generis. Sus características geográficas, climáticas y gastronómicas la convierten en un atractivo turístico importante, en especial para quienes practican surf o buceo.
Sin duda, Máncora será siempre una buena elección. Con suerte, quizá pueda pasar desapercibido y tener verdaderas vacaciones, evocando a la Atacames de antaño.