Por Julia Rendón
Hace unas semanas, Alexandra Kennedy-Troya escribió un artículo de opinión en el diario El Comercio, titulado Criadas y empleadas, en el cual hacía un parangón entre el cuento de Clarice Lispector titulado “La criada” y la realidad de las empleadas domésticas. Es uno de los pocos artículos que he podido encontrar sobre las asistentes domésticas en Ecuador y, aunque es un comienzo, no alcanza a plantear un verdadero cuestionamiento sobre las condiciones de estas trabajadoras en el país. Estoy segura de que el debate sobre la “asistente doméstica” es casi inexistente y cuando algo se dice, no va más allá de hablar sobre la reivindicación de mejores condiciones económicas y la afiliación obligatoria a la seguridad social.
Este no es un tema menor en una sociedad que tiene un alto porcentaje de contratación de estas trabajadoras. Es tan poco lo que se habla del tema que hasta se hace difícil poder nombrarlas. Me referiré a estas trabajadoras como asistentes o empleadas domésticas, sin ir muy a fondo sobre la validez de los términos. Ese sería un tema aún más extenso.
Hace cuatro años que volví a Ecuador luego de vivir varios años fuera, y puedo decir que he sufrido un caso grave de cultural reverse shock. Para empezar, hablamos de ellas, no de ellos, pues es un trabajo sexuado. Pero nada me ha traumado tanto como el rol de la empleada doméstica en este país. Estuve acostumbrada a cocinar, lavar, limpiar mis propios baños, entre muchas otras cosas, por más de quince años. Apenas volví, cuando buscaba dónde vivir, miré alrededor de veinte casas en las zonas de Cumbayá y Tumbaco, y todas, sin excepción, contaban con un cuarto o un baño para empleada. ¿Tener un baño aparte para la empleada, no es absurdo? Bueno, supongamos que el baño aparte sirve para dar privacidad y comodidad a la trabajadora… Ahora, parece ser que los quiteños piensan que sus asistentes domésticas solo necesitan espacio para su cama de una plaza. Tampoco creen que sea necesaria una ventana. Quizá les parece absurdo que una persona que aparentemente solo está hecha para limpiar excusados y lavar platos quiera un poco de aire, o ver otra cosa que no sea una pared. Conozco a una persona que vive en un departamento sin baño para la empleada y ha decidido que la chica que trabaja para ella tiene que usar el baño de la sala comunal del edificio, que queda en la planta baja.
Después de mucho buscar, hallé una casa sin baño aparte y con un cuarto que convertí en mi estudio. Ahora, cada vez que entro al conjunto residencial, veo a los hijos de mis vecinos jugando con su empleada. Acá se tiene hijos que luego son criados o pasan la mayor parte del tiempo con aquellas personas con quienes no se quiere compartir el baño.
Hace un par de semanas, estuve en una casa en la que separan los cubiertos. Hay un cajón con cubiertos para la asistente doméstica y un cajón para la familia dueña de casa. En el supermercado, no es poco común encontrarse a las señoras paseando entre las filas seguidas de sus hijos, y detrás de ellos, las empleadas. Es inconfundible la escena: las empleadas siempre van vestidas con uniforme, como para que uno no confunda quién es quién. Siempre me pregunté qué tan necesario es que te acompañe la empleada doméstica a hacer las compras. ¿Es eso parte de su trabajo?
Pero, a nadie más parece sorprenderle. Todo esto está naturalizado. Estamos acostumbrados a vivir con ello.
De hecho, el año pasado, en una cena que recuerdo muy bien, un amigo que vivió en el extranjero y regresó luego de un tiempo a Ecuador nos confesaba que el poder contar con una empleada fue una de las razones principales que le alentaban a volver a su país. Para él, tener a alguien que limpie la casa, cocine y saque a pasear a sus perros es un gran beneficio que no se puede dar en otros países.
Las empleadas hacen mucho más que lo que se supone deberían hacer. A estas trabajadoras se les permite tocar tu comida y preparártela pero, por lo general, no se les deja sentarse en la misma mesa a comer contigo. En la mayoría de los casos –voy a aventurarme a decir que en casi todos los casos–, las empleadas comen en la cocina mientras los dueños de casa se sientan en la mesa de comedor.
Una de las cosas que más me sobrecogió fue cuando fui a visitar a la esposa de un amigo que había dado a luz hacía poco. Entre las tantas charlas que pueden tener dos mujeres sobre bebés recién nacidos y lo maravilloso que es estar con ellos, a la señora no se le ocurrió más que hablarme de lo que hacía su empleada para ayudarla. Cuando le pregunté si las noches le eran difíciles, me contestó que más bien habían sido muy fáciles, pues ella no tenía que levantarse cuando el bebé se despertaba. Su empleada se levantaba y llevaba al bebé a su cama para que ella lo pudiera amamantar sin tener que molestarse. ¡La empleada le lleva el bebé a la teta! ¿Cómo se podría detallar esto en el anuncio de un empleo?
El trato que se da a estas trabajadoras refleja a la sociedad quiteña. Somos una sociedad que vive día a día la época colonial y que cree que hay gente que está a nuestro total servicio. Creemos que ser hombre o mujer determina nuestros oficios y nos relacionamos como en el siglo XVI: de acuerdo a la clase socioeconómica a la que creemos que pertenece el otro. Pensamos que porque tenemos una casa o el auto más grande —basta con ver losmastodontes que circulan por las pequeñas calles de Quito, como si todo el mundo trabajara en hacienda— podemos disponer de la vida y derechos de otras personas. Además, somos una sociedad profundamente machista. Tanto hombres como mujeres disponemos de otras mujeres para que nos hagan el aseo, entre otras cosas. Probablemente estas trabajadoras tienen que dejar a sus hijos para cuidar a los de otros. Es machista una mujer que no entienda el dolor de otra por tener que separarse de sus hijos y que no sea solidaria con ella.
Falta mirar puertas adentro. ¿Cómo y qué derechos damos a estas trabajadoras? ¿Cómo tratas a la señora que trabaja en tu casa? ¿Se puede sentar en tu misma mesa? ¿Es necesario que utilice otro baño? ¿Cuánto tiempo pasa con tus hijos? Hace falta que los quiteños empecemos a limpiar nuestro propio desorden.